sábado, 12 de noviembre de 2011

Otros mundos *


De chico soñaba con viajes entre paisajes salvajes, recorriendo lo extraño para asombrarme. Pensaba que la felicidad se parecía mucho a la aventura, a ese escalofrío que sentía cuando andaba fuerte en mi bicicleta o cuando en carnaval tirábamos bombuchas a los colectivos.
Yo tenía innumerables mundos a los que abordaba con mi cabeza, innumerables personitas en las que yo me convertía con sólo cerrar los ojos. Ciertos personajes del cine y la televisión estaban presos de mi admiración. Pero ninguno lo estaba tanto como el excéntrico arqueólogo Indiana Jones, aquel tipo del sombrero que paseaba con la misma naturalidad por un museo londinense como por templos escondidos en alguna selva remota. Estaba claro que yo quería ser como él, y si algún mayor me preguntaba -en claro ejercicio evaluatorio- que iba a ser cuando fuese grande, yo respondía -por supuesto- que arqueólogo. No podía ser de otra manera si eso suponía caminar lugares lejanos, encontrar tesoros perdidos y escapar ileso de lanzas afiladas que apuntaban con bastante precisión.
Ahora bien, las cosas cambiaron un poco y todos estamos más grandes e Indy más viejo. Resulta que tras 19 años se estrenó una nueva película que completaría hasta próximo aviso la saga del arqueólogo. Una nueva película con cierta melancolía por los tiempos en que los efectos se hacían a sistema mecánico limpio, con un digno Harrison Ford, con un guión divertido y un Spielberg siempre Spielberg. Ya dejamos atrás a los malos nazis y nos enredamos con los malísimos comunistas. Estamos en los 50 y, como no podía ser de otra manera, junto al peligro rojo ahora hay extraterrestres o algo así. Quizá esto último no sea sólo un fundamento narrativo; muchas veces lo extraño viene de otro planeta y los extraterrestres se empecinan, una y otra vez, en seguir volviendo. En suma, una buena nueva, aunque, claro, los que en los lejanos 80´s nos fascinábamos con las aventuras del arqueólogo no podemos dejar de mirar con ojos generosos una nueva de Indiana Jones.

Como sea, tuve la oportunidad de ver por segunda vez en cine al señor Jones. Las dos primeras fueron en formato entretenimiento casero VHS que alquilábamos en uno de los pocos video clubes que había en Mar del Plata. Hacía tiempo que se habían estrenado, pero tengo la sospecha que en ese entonces los pibes no estábamos tan pendientes de los últimos estrenos y, vale la pena agregar, yo no sabía nada de las vinculaciones existentes entre ciencia, cine e imperialismo.
Recuerdo que una vez, cuando tenía nueve años, le hice pasar un gran calor a mi viejo a causa de mis fantasiosas ambiciones. Fue en una feria de productos argentinos típicos que habían colocado en la rambla. Estábamos recorriendo hasta que nos acercamos a un puesto que vendía fustas y mi papá me preguntó si quería una, seguido de un solemne gesto, cual si fuera el momento de cumplir con un deber postergado. Entonces, yo no tuve mejor idea que responderle –delante del artesano- que prefería un látigo más parecido al que llevaba Indiana Jones. Mi viejo intentó disculparse con el señor improvisando alguna teoría acerca de la penetración cultural.
A pesar del módico resquemor que le causaba mi admiración a un héroe foráneo, a mi viejo le entusiasmaban mis ansias de aprehender lo extraño. Él fomentaba esa búsqueda de lo desconocido. Cada tanto me llevaba a encontrar los pedazos rotos de alguna civilización en las barrancas del norte de la ciudad. Un premio excepcional era una piedra rara y, uno mucho mejor, un hueso que nosotros convertíamos en los restos de un gran cacique de la zona. Mi papá jugaba conmigo, pero creo que también jugaba por él mismo y tengo la sensación que buscaba sus propias ciudades perdidas.
Las cosas cambiaron, todos estamos más grandes e Indy más viejo. Yo, por mi parte, perdí un poco esa capacidad de asombro que tenía cuando pibe. De alguna forma la curiosidad se convirtió en un desafío que de tanto en tanto pretende asustarme. Y ya no tiro bombuchas a los colectivos, ya no ando tan fuerte en bicicleta y el carnaval es solamente una anécdota tediosa cuando yo mismo voy en colectivo.
Sin embargo, hay cosas que uno no pierde aunque cueste expresarlas. La imaginación sigue siendo un terreno fecundo para sacar la vista del ombligo y elevarla algo más allá del propio hombro. Y en ese caso, si es que eso sucede, tal vez siempre esté Indiana disponible para una nueva aventura. Porque al recordarme siento, hoy todavía, un poco de aquel arqueólogo que jugaba a asombrase por el mundo de las calles de mi barrio.


*Publicado en la revista Miscelánea. Año 3, número 4, Mar del Plata, agosto de 2009.

1 comentario: