miércoles, 9 de noviembre de 2011

Monito y verdulera *



A veces el destino nos pone en lugares insospechados. Uno elige muy pocas cosas en la vida y cuando logra darse cuenta surgen las preguntas acerca de otros caminos posibles. Si aquella mañana no hubiera pasado por ahí, si no me hubiera detenido justo en ese momento, si el 571 nunca llegara a la parada. Claro, la mera formulación de estas preguntas constituye un ejercicio sin sentido. Si la pelota entraba al arco, era un golazo. No hay consuelo para la derrota. Es mejor que gane la fuerza de la costumbre. Hay días en que duele interrogarse.
De todas formas, tal vez sea posible identificar esos hechos que disparan las especulaciones sobre el tiempo y el espacio y la matriz de casualidades que conducen a un callejón sin salida. Y de esto quiero hablarles: de mi propio callejón, urdido desde aquella mañana hace ya más de un año. Acaso, vos, monito, tampoco hayas podido hacer otra cosa que conducirte a tu propia encerrona; y en alguna taberna distante del desierto de Gobi, entre viejas historias como ecos de la ruta de la seda—porque te encantaba escabiar y escuchar historias, sí, señor—, estés pensando en el mal que me causaste.
Mi vida ya no es lo que fue en aquel momento en que supimos congeniar. Ya no me río descaradamente de nadie. Lo que ahora considero esencial de aquel tramo de mi biografía fue que había logrado pararme económicamente. Casi no pedía plata prestada y el vicio era algo que podía solventar. Desde el siglo que partió hasta la agotadora jornada que perece, todo ha cambiado muchísimo.
Resulta que un día como cualquier otro fui a pasear al mercado de pulgas de la Plaza Rocha. De tanto hurgar entre cristalería y discos viejos, descubrí una maltrecha verdulera y un monito durmiendo sobre una colección descuajeringada de Sandokán. Dos más dos es cuatro, me dije, y me puse a pelear precios. Al rato estaba en la parada del bondi con el pack completo: la verdulera, el monito, un saco de pana verde musgo y mis ambiciones de convertirme en un próspero inversor capitalista.
Después de unos días tomé coraje y decidí ejecutar mi plan de transitar los caminos del cuentapropismo. Papel y lápiz en mano, sumé, resté, dividí y multipliqué. Pero, claro, en los negocios como en la vida, los cálculos nunca son del todo exactos y no hubo seguro en aquellos momentos contra el riesgo de la pena. Entonces la idea fue la siguiente: 1. en la rambla los turistas tiran monedas a cualquier cosa que los entretenga; 2. prolijamente, mi querido monito coloca en una bolsa de terciopelo negro las ofrendas, previa pirueta saltarina al ritmo de mis acordes.
Por un tiempo todo fue muy bien. Al filo del crepúsculo solíamos festejar con cerveza las ganancias del día. Veíamos caer los últimos rayos de sol que se colaban entre los edificios y nos parecía que el mundo era nuestro. La caminata por el centro para aguantar hasta el show que dábamos en la peatonal nos despejaba; era un momento de inmensa confesión.
Nadie mejor que vos hizo de rengo y ciego. Dabas pena y nos daban plata. Te ganaste el respeto de los muchachos. Más de una vez a las piñas, como hombres, como Dios manda. El cross de zurda me lo debés. Pero sabías ir al frente. Y te confieso tardíamente que siempre siempre aposté por vos.
Pero en este país hasta los monitos se apiolan; una vez salió disparando con bolsita de terciopelo y todo. Pero ese no fue el problema, dado que tenía avisados a los pungas y pochocleros que en caso de huida del primate realizáramos un “operativo pinza” con el objeto de encerrarlo y atraparlo. Operativo que teníamos bien aprendido, luego de varios ensayos con la chancha de Poroto. Podrán decir que no es lo mismo una chancha que un monito, pero a los efectos de la práctica venía de maravilla, si no fuera por la tendencia del animal a morfarse las monedas.
La cosa es que salió disparando con la bolsita. Procedimos según lo convenido y lo atrapamos en cuestión de un minuto y cuarenta segundos. Cuando volví a mi lugar de trabajo arrastrando al monito de la manija del orto, mi verdulera había desaparecido y tras unos instantes de perplejidad, pude divisar a un grupo de gitanas que se alejaban corriendo. Mi desesperación fue total. Ahora es cuando pienso: si al menos me hubiera contado de sus dificultades económicas, del berretín de gastarse en el bingo y las putas el sueldo que yo le daba, monito—te juro—que te habría dado más que una mano; cómo no habría de hacerlo si fui como un padre para vos y, si me apurás, a lo mejor vos fuiste para mí el hijo que nunca tuve. Por eso mismo es que tal vez mi reacción fue algo desmedida pero, entiéndanme, la traición se me clavó como un puñal por la espalda, así, sin previo aviso.
Entonces, después de apretar al monito—literalmente—confesó que había arreglado con las gitanas para afanarme la herramienta de trabajo. Seguí apretando al monito y juró por King-Kong devolverme hasta el último peso. Muy iluso, le creí; no puedo evitar ablandarme cuando un monito mira con esos ojitos tristones que da el arrepentimiento. Simulado arrepentimiento, porque el muy hijo de puta desapareció y, según me cuentan, se fue con los del circo de Rodas que pagan mejor en tiempo y forma.
Lo extraño verdaderamente. Sus charlas, sus reflexiones interminables sobre Darwin, sus observaciones minuciosas de las cosas cotidianas: “Mal llamada está la derecha en este país”, se lamentaba. Si no hubiera pasado nada de eso aquella mañana, ni la Plaza Rocha, ni el 571, ni el monito y la puta que lo parió, no sería mi suerte la misma. Ahora, los domingos me doy una vuelta por el mercado de pulgas y me detengo a pensar. Soy una sombra crepuscular de mí mismo. A veces creo verlo, todavía durmiendo, sobre las pilas de revistas viejas. “¿Buscaba algo?”, interrumpe alguien. Digo que no y pego la vuelta.


*publicado en la revista del Teatro Colón de Mar del Plata en su edición del mes de junio de 2011.

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