martes, 29 de noviembre de 2011

Síntesis argumental



I.

 Está a la vuelta de la esquina y espera inevitable como la muerte. Inevitable que no fue ni será, como las certezas de una historia que perdió.
 Se juega la suerte a cada paso.

II.

 -No voy a volver- piensa con la convicción en la sonrisa. Busca las luces y ve la dureza del interminable asfalto. Quiere ser algo y alguien y se sabe fuerte.
 -No voy a volver-.

III.

 La patria está lejos como la felicidad. No sabe de la desilusión ni de la suerte. No sabe que algo estuvo agazapado esperando su encuentro.
 De nuevo Mar del Plata insiste. Y nada es igual y nada cambió.
 Se rompió.
 Lo arma.
 Un relato en pedacitos mal pegados. Vidrios en el piso que reflejan desparejos. Los fragmentos esparcidos no dan una botella.

IV.

 Los palos son por lo que iba a ser y lo que ha sido.
 Por la esquina que esperó. Por la felicidad lejana. Por las luces. Por la muerte. Por esa mujer que volvió.  

sábado, 19 de noviembre de 2011

Preguntas



a Ricardo Arriagada


He querido saber la suerte de las brujas del pasaje San Bernardo

del picapedrero donde se escondían los escondidos

de la pared del banco fulminada a pelotazos.


He querido saber por qué pasó temprana la muerte

un día por ahí

qué fue de esa piba a un bondi de distancia

por qué, y es sólo una pregunta,

existía otra ciudad cruzando Juan B. Justo.


En suma, me he preguntado más bien tarde

si es posible el recuerdo del recuerdo,

su espuma que moja los dedos

del recuerdo de este olvido.

y qué sentido tiene entonces

venir a evocar la pared descascarada

si no es para decir que fuimos otros.



martes, 15 de noviembre de 2011

Distancias





Se dirá un hueco que
             es ausencia
cuando fue presencia
que escarbó por vos.

Se dijo lo que se dirá ayer
cuando mañana el polvo los huesos
cuando hoy el frío las cosas.

cuando una mano regó con sal
que la soledad repleta contuvo.

cuando la sal se fue en el viento
cuando el viento cuando
desierto de esta orilla
me infló el pecho
para
que cada centímetro
hubiera valido
en esta distancia.


sábado, 12 de noviembre de 2011

Otros mundos *


De chico soñaba con viajes entre paisajes salvajes, recorriendo lo extraño para asombrarme. Pensaba que la felicidad se parecía mucho a la aventura, a ese escalofrío que sentía cuando andaba fuerte en mi bicicleta o cuando en carnaval tirábamos bombuchas a los colectivos.
Yo tenía innumerables mundos a los que abordaba con mi cabeza, innumerables personitas en las que yo me convertía con sólo cerrar los ojos. Ciertos personajes del cine y la televisión estaban presos de mi admiración. Pero ninguno lo estaba tanto como el excéntrico arqueólogo Indiana Jones, aquel tipo del sombrero que paseaba con la misma naturalidad por un museo londinense como por templos escondidos en alguna selva remota. Estaba claro que yo quería ser como él, y si algún mayor me preguntaba -en claro ejercicio evaluatorio- que iba a ser cuando fuese grande, yo respondía -por supuesto- que arqueólogo. No podía ser de otra manera si eso suponía caminar lugares lejanos, encontrar tesoros perdidos y escapar ileso de lanzas afiladas que apuntaban con bastante precisión.
Ahora bien, las cosas cambiaron un poco y todos estamos más grandes e Indy más viejo. Resulta que tras 19 años se estrenó una nueva película que completaría hasta próximo aviso la saga del arqueólogo. Una nueva película con cierta melancolía por los tiempos en que los efectos se hacían a sistema mecánico limpio, con un digno Harrison Ford, con un guión divertido y un Spielberg siempre Spielberg. Ya dejamos atrás a los malos nazis y nos enredamos con los malísimos comunistas. Estamos en los 50 y, como no podía ser de otra manera, junto al peligro rojo ahora hay extraterrestres o algo así. Quizá esto último no sea sólo un fundamento narrativo; muchas veces lo extraño viene de otro planeta y los extraterrestres se empecinan, una y otra vez, en seguir volviendo. En suma, una buena nueva, aunque, claro, los que en los lejanos 80´s nos fascinábamos con las aventuras del arqueólogo no podemos dejar de mirar con ojos generosos una nueva de Indiana Jones.

Como sea, tuve la oportunidad de ver por segunda vez en cine al señor Jones. Las dos primeras fueron en formato entretenimiento casero VHS que alquilábamos en uno de los pocos video clubes que había en Mar del Plata. Hacía tiempo que se habían estrenado, pero tengo la sospecha que en ese entonces los pibes no estábamos tan pendientes de los últimos estrenos y, vale la pena agregar, yo no sabía nada de las vinculaciones existentes entre ciencia, cine e imperialismo.
Recuerdo que una vez, cuando tenía nueve años, le hice pasar un gran calor a mi viejo a causa de mis fantasiosas ambiciones. Fue en una feria de productos argentinos típicos que habían colocado en la rambla. Estábamos recorriendo hasta que nos acercamos a un puesto que vendía fustas y mi papá me preguntó si quería una, seguido de un solemne gesto, cual si fuera el momento de cumplir con un deber postergado. Entonces, yo no tuve mejor idea que responderle –delante del artesano- que prefería un látigo más parecido al que llevaba Indiana Jones. Mi viejo intentó disculparse con el señor improvisando alguna teoría acerca de la penetración cultural.
A pesar del módico resquemor que le causaba mi admiración a un héroe foráneo, a mi viejo le entusiasmaban mis ansias de aprehender lo extraño. Él fomentaba esa búsqueda de lo desconocido. Cada tanto me llevaba a encontrar los pedazos rotos de alguna civilización en las barrancas del norte de la ciudad. Un premio excepcional era una piedra rara y, uno mucho mejor, un hueso que nosotros convertíamos en los restos de un gran cacique de la zona. Mi papá jugaba conmigo, pero creo que también jugaba por él mismo y tengo la sensación que buscaba sus propias ciudades perdidas.
Las cosas cambiaron, todos estamos más grandes e Indy más viejo. Yo, por mi parte, perdí un poco esa capacidad de asombro que tenía cuando pibe. De alguna forma la curiosidad se convirtió en un desafío que de tanto en tanto pretende asustarme. Y ya no tiro bombuchas a los colectivos, ya no ando tan fuerte en bicicleta y el carnaval es solamente una anécdota tediosa cuando yo mismo voy en colectivo.
Sin embargo, hay cosas que uno no pierde aunque cueste expresarlas. La imaginación sigue siendo un terreno fecundo para sacar la vista del ombligo y elevarla algo más allá del propio hombro. Y en ese caso, si es que eso sucede, tal vez siempre esté Indiana disponible para una nueva aventura. Porque al recordarme siento, hoy todavía, un poco de aquel arqueólogo que jugaba a asombrase por el mundo de las calles de mi barrio.


*Publicado en la revista Miscelánea. Año 3, número 4, Mar del Plata, agosto de 2009.

jueves, 10 de noviembre de 2011

como la lluvia





I.

llueve sobre todo acá
en un costado de la casa,
llueve y no para
        y promete no parar.

llueve
      como llueve el mundo
       cuando no tiene arreglo.
llueve
     en este instante habitado
llueve
     del baño a la habitación
llueve en la cocina
              llueve
       en un costado.

Y llueve sobre todo ahí,
en la constancia
lo húmedo
su conciencia su razón.

II.
    Invadía la tempestad
para partirme de frío
en sus manos
    y estiraba las piernas
para
    rozar al infinito.


miércoles, 9 de noviembre de 2011

Monito y verdulera *



A veces el destino nos pone en lugares insospechados. Uno elige muy pocas cosas en la vida y cuando logra darse cuenta surgen las preguntas acerca de otros caminos posibles. Si aquella mañana no hubiera pasado por ahí, si no me hubiera detenido justo en ese momento, si el 571 nunca llegara a la parada. Claro, la mera formulación de estas preguntas constituye un ejercicio sin sentido. Si la pelota entraba al arco, era un golazo. No hay consuelo para la derrota. Es mejor que gane la fuerza de la costumbre. Hay días en que duele interrogarse.
De todas formas, tal vez sea posible identificar esos hechos que disparan las especulaciones sobre el tiempo y el espacio y la matriz de casualidades que conducen a un callejón sin salida. Y de esto quiero hablarles: de mi propio callejón, urdido desde aquella mañana hace ya más de un año. Acaso, vos, monito, tampoco hayas podido hacer otra cosa que conducirte a tu propia encerrona; y en alguna taberna distante del desierto de Gobi, entre viejas historias como ecos de la ruta de la seda—porque te encantaba escabiar y escuchar historias, sí, señor—, estés pensando en el mal que me causaste.
Mi vida ya no es lo que fue en aquel momento en que supimos congeniar. Ya no me río descaradamente de nadie. Lo que ahora considero esencial de aquel tramo de mi biografía fue que había logrado pararme económicamente. Casi no pedía plata prestada y el vicio era algo que podía solventar. Desde el siglo que partió hasta la agotadora jornada que perece, todo ha cambiado muchísimo.
Resulta que un día como cualquier otro fui a pasear al mercado de pulgas de la Plaza Rocha. De tanto hurgar entre cristalería y discos viejos, descubrí una maltrecha verdulera y un monito durmiendo sobre una colección descuajeringada de Sandokán. Dos más dos es cuatro, me dije, y me puse a pelear precios. Al rato estaba en la parada del bondi con el pack completo: la verdulera, el monito, un saco de pana verde musgo y mis ambiciones de convertirme en un próspero inversor capitalista.
Después de unos días tomé coraje y decidí ejecutar mi plan de transitar los caminos del cuentapropismo. Papel y lápiz en mano, sumé, resté, dividí y multipliqué. Pero, claro, en los negocios como en la vida, los cálculos nunca son del todo exactos y no hubo seguro en aquellos momentos contra el riesgo de la pena. Entonces la idea fue la siguiente: 1. en la rambla los turistas tiran monedas a cualquier cosa que los entretenga; 2. prolijamente, mi querido monito coloca en una bolsa de terciopelo negro las ofrendas, previa pirueta saltarina al ritmo de mis acordes.
Por un tiempo todo fue muy bien. Al filo del crepúsculo solíamos festejar con cerveza las ganancias del día. Veíamos caer los últimos rayos de sol que se colaban entre los edificios y nos parecía que el mundo era nuestro. La caminata por el centro para aguantar hasta el show que dábamos en la peatonal nos despejaba; era un momento de inmensa confesión.
Nadie mejor que vos hizo de rengo y ciego. Dabas pena y nos daban plata. Te ganaste el respeto de los muchachos. Más de una vez a las piñas, como hombres, como Dios manda. El cross de zurda me lo debés. Pero sabías ir al frente. Y te confieso tardíamente que siempre siempre aposté por vos.
Pero en este país hasta los monitos se apiolan; una vez salió disparando con bolsita de terciopelo y todo. Pero ese no fue el problema, dado que tenía avisados a los pungas y pochocleros que en caso de huida del primate realizáramos un “operativo pinza” con el objeto de encerrarlo y atraparlo. Operativo que teníamos bien aprendido, luego de varios ensayos con la chancha de Poroto. Podrán decir que no es lo mismo una chancha que un monito, pero a los efectos de la práctica venía de maravilla, si no fuera por la tendencia del animal a morfarse las monedas.
La cosa es que salió disparando con la bolsita. Procedimos según lo convenido y lo atrapamos en cuestión de un minuto y cuarenta segundos. Cuando volví a mi lugar de trabajo arrastrando al monito de la manija del orto, mi verdulera había desaparecido y tras unos instantes de perplejidad, pude divisar a un grupo de gitanas que se alejaban corriendo. Mi desesperación fue total. Ahora es cuando pienso: si al menos me hubiera contado de sus dificultades económicas, del berretín de gastarse en el bingo y las putas el sueldo que yo le daba, monito—te juro—que te habría dado más que una mano; cómo no habría de hacerlo si fui como un padre para vos y, si me apurás, a lo mejor vos fuiste para mí el hijo que nunca tuve. Por eso mismo es que tal vez mi reacción fue algo desmedida pero, entiéndanme, la traición se me clavó como un puñal por la espalda, así, sin previo aviso.
Entonces, después de apretar al monito—literalmente—confesó que había arreglado con las gitanas para afanarme la herramienta de trabajo. Seguí apretando al monito y juró por King-Kong devolverme hasta el último peso. Muy iluso, le creí; no puedo evitar ablandarme cuando un monito mira con esos ojitos tristones que da el arrepentimiento. Simulado arrepentimiento, porque el muy hijo de puta desapareció y, según me cuentan, se fue con los del circo de Rodas que pagan mejor en tiempo y forma.
Lo extraño verdaderamente. Sus charlas, sus reflexiones interminables sobre Darwin, sus observaciones minuciosas de las cosas cotidianas: “Mal llamada está la derecha en este país”, se lamentaba. Si no hubiera pasado nada de eso aquella mañana, ni la Plaza Rocha, ni el 571, ni el monito y la puta que lo parió, no sería mi suerte la misma. Ahora, los domingos me doy una vuelta por el mercado de pulgas y me detengo a pensar. Soy una sombra crepuscular de mí mismo. A veces creo verlo, todavía durmiendo, sobre las pilas de revistas viejas. “¿Buscaba algo?”, interrumpe alguien. Digo que no y pego la vuelta.


*publicado en la revista del Teatro Colón de Mar del Plata en su edición del mes de junio de 2011.